LA CORTE DE LOS MILAGROS

Ávila Camacho, herencia malsana para políticos de nueva generación

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El texto que a continuación presento es parte de un comentario más amplio que este jueves hice en el Congreso del estado, como comentarista del libro de La Oscura Sombra del Cardenismo. Origen y formación del poder político en Puebla, editado por el Poder Legislativo, el ayuntamiento de Puebla y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

La conclusión a lo que uno llega después de leer La Oscura Sombra del Cardenismo —del doctor Jorge Efrén Arrazola Cermeño— es que los usos, vicios y prácticas clientelares que permitieron la formación y consolidación de cacicazgos regionales al fragor de la Revolución Mexicana, como los Ávila Camacho en Puebla, Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí, y Tomás Garrido Canabal en Tabasco y Yucatán, siguen siendo los mismos en el México que hoy celebra —como si hubiera algo que festejar— un siglo de la caída del porfiriato.

Y es que buena parte de nuestros gobernantes, al margen de su ámbito de acción o partido, continúan apostados a su supuesto carisma, al patrimonialismo, al mecenazgo y la cooptación del contrario, así como al compadrazgo, al parentesco y al soborno —una veces disfrazado de marketing y otras de populismo—, como formas de hacer política y encaramarse en la pirámide del poder.

Jorge Arrazola detalla en su libro cómo es que el mayor de los Ávila Camacho siendo un arriero de la Sierra Norte de Puebla se involucra en la Revolución Mexicana, se enrola en el Ejército y llega a General, y cómo desde la Jefatura de la 19ª Zona Militar construye su candidatura al gobierno del estado.

Maximino, relata el autor del texto que hoy nos convoca, no llegó a la gubernatura con el apoyo incondicional del presidente Lázaro Cárdenas —aunque más tarde se lo ganaría hasta hacerlo su amigo y compadre—, ni del callista gobernador de entonces José Mijares Palencia. Y tampoco de la principal organización de obreros y campesinos en la década de los treinta, la FROC, que incluso simpatizaba con el contrincante de aquel. Me refiero a Gilberto Bosques.

Sin embargo las circunstancias políticas y sociales jugaron a favor del político y militar teziuteco.

El presidente Cárdenas estaba en pleito con el Jefe Máximo de la Revolución, el general Plutarco Elías Calles, a quien recién había expulsado del país, y en su afán por asirse del control del Estado removió al general Matías Ramos de la presidencia del PNR y destituyó de su cargo a varios gobernadores y jefes militares callistas.

La pugna Calles-Cárdenas, que se libró en varios frentes como el ideológico y el educativo, y que en Puebla y otros estados degeneró en políticas anticlericales, persecución religiosa, cierre de colegios confesionales y confrontaciones entre liberales, católicos y socialistas, fortaleció a las figuras moderadas y conservadoras emanadas de la revolución.

Una de ellas fue Emilio Portes Gil, al que Cárdenas rehabilitó como dirigente nacional del PNR y como un factor de conciliación en momentos en que los callistas amagaban con reventar su gobierno y proyecto político.

Arrazola coincide con el investigador Luis Javier Garrido en que el arribo de Maximino al gobierno de Puebla, después de un cuestionado y fraudulento proceso electoral, fue una imposición de Portes Gil que el presidente Cárdenas toleró en aras de conservar el frágil equilibrio de las fuerzas partidistas al interior del PNR.

El libro parte de la hipótesis de que el feroz combatiente de los vasconcelistas tras la guerra cristera de 1929 ejerció en Puebla un cacicazgo de tipo carismático y tradicional, que se originó en la Revolución y se consolidó en su gobierno a partir de políticas clientelares y del uso patrimonialista de los recursos públicos en su propio provecho.

Con Maximino en la gubernatura vicios y prácticas como el nepotismo, el espíritu cortesano, las camarillas, el amiguismo y el compadrazgo —a los que tan efectos siguen siendo nuestros políticos de nueva generación o dizque comprometidos con Puebla— cobraron carta de naturalidad.

Después de rendir protesta y asumir la gubernatura el 1 de febrero de 1937, el general Maximino —que declaró a la prensa que su gobierno no sería un feudo para repartirlo entre amigos y familiares— nombró a su hermano Gabriel jefe del Departamento de Tránsito, a su otro hermano Rafael lo hizo presidente estatal del PNR y alcalde de la capital. Más tarde también sería gobernador de Puebla.

A su cuñado Luis Richardi lo designó auxiliar de Catastro y jefe de Tránsito, y a sus primos Carlos y Juan Camacho, cobrador de la Dirección de Rentas y regidor del ayuntamiento.

Sus paisanos y amigos teziutecos también fueron favorecidos, entre ellos Fausto Ortega, quien fue presidente municipal y diputado federal, y 20 años después —cuando ya incluso Maximino había muerto— gobernador de Puebla.

En pleno siglo XXI, a cien años del inicio de la Revolución Mexicana, quién puede negar que estas prácticas, que ciertamente no nacieron con la clase revolucionaria triunfante, aún continúan vigentes.

A poco no han hecho lo mismo los últimos gobernadores de Puebla: Melquiades Morales Flores y Mario Marín Torres cada cual con su burbuja y parentela.

Un rasgo que marcó al gobierno avilacamachista fue su propensión al patrimonialismo, es decir, su afán de apropiarse y usufructuar los bienes públicos como si fuera privados a través de formas y costumbres perniciosas como la prebenda, el arriendo, el privilegio o la simple complacencia.

Un día que andaba en campaña unos ricos le ofrecieron dinero prestado, cuestión que Don Maximino —como solían llamarlo sus allegados— rechazó: «Si aquí va a existir un bandido, ése seré yo sin necesidad de secuaces». Y obró en consecuencia.

Ya en el gobierno desconoció las concesiones dadas por su antecesor Mijares —quien hizo de la venta de puestos una de las formas más frecuentes para el enriquecimiento— y a los que se ampararon en defensa de sus prebendas, materialmente los eliminó, como sucedió con concesionario del Teatro Guerrero, Jesús Cienfuegos, que un día apareció asesinado, víctima de un matón a sueldo.

La obra pública fue un gran filón para su enriquecimiento. Maximino Ávila Camacho se hizo millonario al mismo tiempo que construía caminos y escuelas. Al final de su mandato construyó once carreteras y 197 escuelas.

A contrapelo de tantos gobernadores que se endeudan o terminan su gestión con pasivos millonarios, el carismático y polémico general no sólo dejó dinero en las arcas del erario público, sino que duplicó en cuatro años los ingresos del estado.

Ojalá esta práctica avilacamachista fuera también copiada por las actuales autoridades, que se gastan los préstamos después de perder las elecciones en compras infladas y contratos amañados.

Como afirmó un testigo de la época, citado por el profesor de la Universidad Johns Hopkins, Roger D. Hasen en su libro Política del Desarrollo Mexicano y retomado por Arrazola en su tesis de doctorado: «Lo mejor que puede esperarse, en general, no es un gobernante que no se enriquezca con el puesto, pues casi todos lo hacen, sino que uno mientras roba haga algo por su estado. La mayoría toma todo lo que puede y no deja nada».

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Simón dice:

«Papá no era un hombre de destino: Nunca tuvo tiempo de mirarse. Ni de leer libros. Tomó lo que le gustó. Pactó lo que le convino… Compró ranchos, casas, alhajas, relojes. Reunió dinero aquí y en el extranjero. Ni el tabaco ni el alcohol. Ejercía un formidable atractivo sobre las mujeres. Y los hombres lo obedecían, Muchos le deben lo que son. Papá era fuego puro. Era Pedro Páramo.»

Manuel Ávila López (Hijo de don Maximino)

 


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